Ella nunca soñó con lo que se le vendría encima cuando le vio por primera vez, bailando cogido de la cintura de aquella pelirroja en la plaza del pueblo, aquella noche de agosto.
No imaginó que estaría atada a él para siempre, mas se abrazó así misma mientras le observaba, rodeando su propia cintura con los brazos, auto abrazándose.
Él advirtió la mirada de ella sobre sus pasos. Sus ojos quedaron fijos en la forma en la que él movía sus pies; tan ligeros, tan rápidos y tan delicados a la vez con su compañera de baile.
Siguió bailando, cerró los ojos e imaginó que era a ella a la que marcaba los pasos, a la espectadora, a la que lanzaba lejos y recogía de inmediato como un yo-yo. A la que dirigía con un leve golpe de muñeca. Pero abrió los ojos, la buscó y ella ya no estaba.
Paró la música y soltó a la muchacha del pelo cobrizo, como el suyo, para acompañarle hasta casa y dejarle con madre. Eran los dos únicos hermanos de los cinco, que compartían pecas, color rosado en las mejillas y tono de cabellera.
Paseó solo por las calles del pueblo buscando esos ojos tan oscuros y ese talle largo y esbelto, pero ella no estaba. Y no se sorprendió, porque pensaba en ella de una forma tan fuerte, que le sudaban las manos y preveía que si tenía una historia con ella, no sería de las fáciles.
Así que siguió paseando, mirando al cielo, mareándose buscando estrellas y se fue a dormir, pensando en ella.
La muchacha acudió al día a siguiente a la misa que daban en honor a la virgen patrona del pueblo. Llegó antes de lo habitual, le buscaba entre el gentío que se agolpaba a la entrada, pero no le vio. Y decidió renunciar por un día a toda Fe devota a su virgen. Pues si el deseo de verle no era concedido, no había creencia posible.
Caprichos de jovenzuela, se quitó la mantilla de la cabeza y huyó sigilosa hacia el campo.
Nadie advertiría su ausencia excepto su madre, pero ya bien empezada la homilía, cuando ya estaría tumbada sobre los paquetes de paja, dejándose calentar por el sol.
Y allí se volvieron a encontrar. Él llevaba empacando todo el verano y al verla llegar, pensó que era una alucinación fruto del calor que no daba tregua esos días. ¿Qué hacía una niña de clase media en el campo lejos de la Iglesia a esas horas?
Bastó una sola mirada para que fuera ahora él quien no pudiera dejar de observar cómo se le caía una y otra vez el mechón moreno sobre su frente, a pesar de la lucha de ella por mantenerlo a raya y sujetarlo tras la oreja.
Cuatro palabras, un encuentro nocturno secreto que se sucedería nueve veces más y ya eran novios formales.
Pasados los primeros nervios, las primeras ganas de causar buena impresión, la naturalidad iba abriendo paso y dejando llegar también a la confianza y a la calma de saberse libre en los brazos del otro, protegido como entre algodones.
Y cuando uno piensa que no puede aspirar a más, que se siente el ser más afortunado del mundo y que no puede ser más feliz, se trunca la vida.
Porque él ya sabía la noche del baile que las cosas buenas no son fáciles de llevar. Nunca lo habían sido.
Estalló la guerra el verano siguiente. Esa guerra que empezó como una lucha más de ideales, como un tira y afloja en una España donde el "qué te apuestas" y las controversias están a la orden del día y que duraría más de lo imaginable, esa guerra, los separó.
Él tuvo que huir, sus ideas no eran las correctas en la tierra donde vivía. Su bando estaba en la línea contraria y la opción era escapar o morir.
Escapó de la muerte, pero no volvió a sentirse vivo.
Ella se quedó sola, cuidando de los padres enfermos que él dejaba y renunció a su familia. Esa familia de buena posición, respetada en todo el pueblo y que contaba con los favores del bando que se estaba haciendo con el poder.
Y sufrió la peor de las suertes. Separarse de él no había sido más que el principio del calvario al que se enfrentaría. Ella no fue educada para sufrir por amor. Ella no sabía por qué la detenían y la metían en un calabozo mugriento, húmedo y atestado de otras mujeres.
Ojos morados, sangre seca en las narices, brazos rotos...el panorama escapaba a su entendimiento.
Se preguntaba qué delitos habían cometido esas mujeres para semejante castigo Y, sobre todo, ¿qué tenía ella que ver con todo aquello?
Esperaba con ansia que le llamaran para sacarla de allí, con la explicación lógica de que todo se debía a una confusión.
Y no pasó mucho tiempo hasta que llegó la celadora, la sacó de la celda y la sentó.
No iba a recibir ninguna explicación de por qué no volvía a casa ni tendrían en cuenta que ella les dijera que de no regresar, sus suegros enfermos no podrían tomarse el plato de sopa como único plato del día.
Sus lágrimas se esparcían por sus mejillas, igual que sus negros mechones.
Esos mechones que ponían en serios aprietos a las tijeras de turno; un pelo tan fuerte, tan grueso...
Esos mechones, pasarían a mejor vida. Habían dado órdenes de pelarle la cabeza, como al resto de reclusas. En su nuevo destino ya había demasiadas chinches y piojos como para seguir alimentándolos.
Él se refugió en los montes de Extremadura. De su tierra, que ahora era ajena.
Y se dio cuenta de que no quería otra bandera que no fuera el vestido de ella, el que le quitó la última noche cuando se bañaron en el río bajo la luz de una luna inmensa.
No había más patria que el olor de su piel por la mañana ni otro himno que su voz pausada, cuando el placer estallaba en ella por dentro.
No había tarde que no la escribiera, al caer el sol. Cartas que no llegarían a ella pues sus señas ya no eran las de sus casa: celda nº tal, en el pasillo superior, Centro Penitenciario de Mujeres de Saturrarán, Guipúzcoa.
La sentencia lo decía claro: presa por estar relacionada con un individuo de ideas comunistas, con un rojo.
Dos años de penurias, de abusos, de pasar hambre, de ver muerte alrededor, de hacer amigas nuevas aunque no quisiera, porque sola no habría podido sobrevivir, amigas que se convertirían en familia eterna por compartir momentos de rabia, de dolor, de desesperación...momentos de pasarlas putas de verdad.
Dos años sin saber el uno del otro, pero con la fuerza que da seguir amando y no caer por la esperanza de reencontrase.
De resistir, porque conocieron un mundo mejor: el de las tardes de verano comiendo sandía, el de las confesiones en las esquinas, el mundo de las mañanas frías y la calidez de sus manos templando los rostros.
No sabían si ese mundo volvería. No sabían si se podía vivir de sueños, pero ambos eligieron confiar en que el otro también resistiera y por qué no, esperara.
Se cumplieron las penas: una, la de la cárcel; el otro, la del exilio. Y regresaron
Se reencontraron y no podían creer la suerte que habían tenido a pesar de lo sufrido, porque el único anhelo que les mantenía vivos, se había cumplido.
Él la vio por primera vez cambiada, pero no por su aspecto, que ahora era más delgado, demacrada y con el pelo raído. Sino porque ya no era una muchacha, sino la mujer que cuidaría de él y sus hijos. Ella se había convertido en su hogar.
Se cogieron de la mano y marcharon a Madrid. Ciudad grande, más oportunidades y trabajo para sacar adelante a los siete hijos que tendrían.
Sin soltarse, cayeron en un barrio de Vallecas, el Pozo del tío Raimundo y de ahí, se trasladaron a Pan Bendito. Primero una chabola, después una casa baja y luego el piso de protección del nuevo plan de urbanismo que se trazó para embellecer las barriadas a las afueras del centro de Madrid.
Él, cabeza de familia ya, enfermó. Durante 30 años convivió con el parkinson, pero por más que temblaba, su mano se agarraba fuerte a la de su morena, esa niña de bien que luchó por sus verdaderos ideales: amar hasta el final a quien la cautivó aquella noche bailando en la plaza de su pueblo.